sábado, 9 de junio de 2018

Charles Jameux: surrealismo y francmasonería


Charles Jameux formó parte del  grupo surrealista parisino entre 1964 –año en que fue el más joven de los surrealistas en torno a André Breton– y 1969. Una reciente publicación suya arroja luz sobre esta figura poco conocida en los medios del surrealismo, pero de gran interés. El título del libro es Franc-maçonnerie: temps, mémoire, symboles. Chronique surréaliste et franc-maçonne, y viene avalado por un prólogo de Jean-Pierre Lassalle. Aparece en las Éditions Dervy, dentro de la colección Pierre Vivante que el propio Jameux dirige y donde ya se han publicado Le surréalisme. Parcours souterraine, de Patrick Lepetit, e Initiation et contes de fées, de Bernard Roger.
En el primer capítulo, “Memoria de un nombre, nombre de una memoria”, Jameux evoca sus años en el surrealismo. Tras haber leído todo Nerval, todo Lautréamont y todo Rimbaud, descubre el surrealismo, junto a su condiscípulo Georges Sebbag, a través del primer manifiesto, algo que fue para él (y yo puedo decir lo mismo) como “un temblor de tierra”, añadiendo: “La tendencia natural al solipsismo de mi carácter se vio trastornada. No estoy solo, puesto que comparto con otros la revuelta total contra la suerte indigna hecha por la sociedad al espíritu humano”. En 1964 se incorpora a los encuentros de La Promenade de Venus, tras haber conectado con el equipo de Positif. Al año siguiente, publicará una monografía sobre Murnau y en 1968 será quien presente la ponencia sobre el cine en el famoso encuentro de Cerisy (del que hace un par de años se osó dar un triste remedo universitario). Jameux aparece en una conocida foto de 1967, o sea al año de la muerte de Breton, en torno a Ted Joans, que estaba visitando París, junto a Jehan Mayoux, Robert Benayoun, Jean Benoît, Annie Le Brun, Radovan Ivsic, Jorge Camacho y otros. Entre esos otros no se encontraba Jean Schuster, a quien Jameux ve justamente como el causante de la ruptura del grupo: en efecto, Schuster, el “heredero autoproclamado” del surrealismo, “destruyó por su autoritarismo y su rechazo del debate interno, toda posibilidad de actividad colectiva”. Jameux califica de “especiosa” su distinción entre “surrealismo histórico” y “surrealismo eterno” (que tan buena fortuna haría en los medios académicos) y el apoyo incondicional que Schuster pretendía darle a la revolución cubana, ya entonces plenamente convertida en dictadura y capitalismo de estado. Pero Jameux no deja de expresar en estas páginas su “pasión, gratitud y fidelidad perenne” al surrealismo, que le hizo entrever “los componentes mayores del pensamiento analógico en Occidente: la alquimia, el hermetismo, los esoterismos”.
En el capítulo segundo, Charles Jameux se introduce en el tema de la francmasonería, a la que pertenece desde 1977, sin implicar (o antes al contrario) ninguna pérdida de esa lucidez de revuelta que es característica del surrealismo: así, celebra a quienes se han sabido mantener a distancia (y, valiéndose de la expresión fourierista, en “écart absolu”), de esta “civilización exangüe”, que define de un modo certero como “totalitaria (internet e informática), represiva (encuadramiento burocrático de los individuos), irrespirable (el reino de la cantidad), mercantil (donde todo tiene un precio), en busca de la buena conciencia y de la coartada compasiva que le facilitan a poco precio la ecología política y la transición energética”.
El capítulo tercero, “El ideal iniciático”, viene precedido por un epígrafe que no es otra cosa que la famosa cita de Vaché sobre la esencia de los símbolos, lo que de paso anuncia el siguiente, sobre el simbolismo masónico. El quinto se titula “La noche de los orígenes”, tema que se continúa en el siguiente, donde Jameux determina el origen de la francmasonería en la primera aparición documentada conocida de un símbolo no operativo, o sea puramente especulativo, el templo de Salomón, en 1637 (¡la fecha, como muy bien advierte Jameux, del siniestro Discurso del método!).
Pero sobre todo este volumen incluye al final un texto extraordinario que Jean-Pierre Lassalle se anticipa al calificarlo en su prefacio, con toda justicia, de “admirable”: “El barco de fuego”, publicado autónomamente por el propio autor en 1980, donde afloran los nombres de Breton, Fourier, Rabbe y Meyrink y en el que encontramos una maravillosa invocación a la noche.
Posteriormente a Le vaisseau de feu, Charles Jameux ha publicado Souvenirs de la maison des vivants (2008) y –también en Dervy– L’art de la mémoire et la formation du symbolisme maçonique (2010).
Este es un libro importante, para conocer a otra de las figuras secretas del surrealismo parisino y tanto por su valor testimonial como por el contenido específico de una materia que ha atraído a muchos surrealistas.