miércoles, 30 de noviembre de 2016

La obra de referencia sobre el automatismo canadiense

Imagen de Jean-Paul Mousseau,  Égrégores, 1947

En 2014 fue traducido al francés este libro que ofrece la mejor documentación y un análisis excepcional del movimiento automatista canadiense. Edita a todo lujo, con innumerables ilustraciones, Kétoupa Édition, Montreal.
Ray Ellenwood ha hecho un trabajo impecable, extraordinario, que además actualiza la edición inglesa de 1993 en bibliografía y eventos retrospectivos, hasta el mismo año 2014.
No puede cuestionarse la importancia del movimiento automatista, ni la calidad de su legado, con obras verdaderamente magníficas, pero sí que cuesta valorar positivamente su aportación al surrealismo y su interés para el surrealismo, hoy.
Ray Ellenwood aporta minuciosamente todos los datos de la trama automatismo-surrealismo, y los analiza con muy fina inteligencia y con admirable honestidad. Lo primero que llama la atención es la quisquillosería de los automatistas con respecto al movimiento que les dio alas. Es en efecto desmoralizadora la prolija lista de declaraciones hostiles hacia el surrealismo, en muchos casos tras haberlo defendido, y contrastando además con el interés de André Breton hacia ellos, manifestado en París a Riopelle. Si Riopelle escapa a ese listado, no así el propio Borduas (de quien arranca todo, tras su lectura deslumbrada de “El castillo estrellado”, hacia 1940), Pierre Gauvreau, Claude Gauvreau, Marcel Barbeau, Gilles Hénault, Marcelle Ferron, Fernand Leduc, Jean-Paul Mousseau... Una lista demasiado larga, con Hénault a la vez atacando a los automatistas desde la barricada estalinista (para Borduas, que vio unidos a cristianos y comunistas contra el arte nuevo, los comunistas fueron “más opresores que liberadores”). A la lista también parece escapar Thérèse Renaud, autora del maravilloso poemario Les sables du rêve.
Pese a su rápido interés por desmarcarse del surrealismo, los automatistas fueron considerados “surrealistas” por sus muchos detractores, lanzando ya el equívoco Borduas cuando titulo sus primeros lienzos “surrealistas”. Entre las críticas que formulaban al movimiento de Breton, la que dominaba era la del propio sentido del automatismo, con matizaciones que a veces rayaban en el ridículo o primaban por su dogmatismo en la negación a veces endiosada de otro arte que el que ellos hacían. En 1976 escribirá Marcel Barbeau: “El automatismo es muy simplemente una apertura al inconsciente, nada más. No se lo puede definir sino así. No se lo puede encerrar en cuadros precisos”. ¿Y entonces?
Pierre Gauvreau,
Máquina de estirar el tiempo,2006
Que el surrealismo es un modo de vida y una respuesta al mundo parecen haberlo más o menos entendido todos, pero los que dan en el clavo son dos componentes muy especiales del grupo de Pellan, o sea Mimi Parent y Jean Benoît, quienes, por decirlo en palabras de Ellenwood, “consideraban simplemente a los automatistas, como demasiado intelectuales para su gusto y demasiado preocupados por los «problemas» de la pintura”.
Quemando, como es habitual en artistas, sus “etapas”, pocos escaparon además, en su edad “madura”, a las obras aberrantes, que la línea dura del surrealismo rechaza y también en general la más o menos blanda. Así los vemos, según los casos, entregados a las obras públicas y decorando calles para las olimpiadas, o haciéndole unas vitrinas de tres pisos a un palacio de justicia, o embadurnando espectacularmente un Volkswagen en vez de dinamitarlo, o levantando gigantescas construcciones de acero en medio de la urbe, o ejecutando murales de “integración” a la arquitectura y anuncios comerciales, o poniendo sus trabajos al servicio del ministerio de negocios culturales, o, como es el caso del propio Riopelle, fabricando una monumental escultura-fuente para el parque olímpico de Montreal, etc.
Por interesante que sea, y lo es, hay también en el movimiento automatista mucha danza, mucha música, mucho teatro, terrenos como es sabido conflictivos para el surrealismo. Y faltan muchas cosas y preocupaciones que sí había en París, en Praga, en Lisboa o en Bucarest, por ejemplo.
En suma, un capítulo sin duda capital de la historia del arte del siglo XX, pero un capítulo secundario en la historia del surrealismo, que en tierras canadienses tendría –aparte los “parisinos” Mimi Parent y Jean Benoît o el “mejicano” Alan Glass– encarnaciones más genuinas, con Roland Giguère, Léon Bellefleur, el Paul-Marie Lapointe de La vierge incendié, el grupo de la Costa Oeste, Gilles Petitclerc, Ladislav Guderna, Ludwig Zeller, Susana Wald, Beatriz Hausner, William A. Davidson, David Nadeau, el Inner Island Surrealist Group, el grupo Les Boules, etc. Una duradera descendencia que reduce a su justa medida la crítica que en los años 40 hicieron los automatistas del surrealismo como movimiento “decadente”. Hoy el automatismo pasó y el surrealismo prosigue.
Restan muchas obras y publicaciones y Refus global, el incendiario manifiesto de Borduas, siempre actual y tan exaltado recientemente por un Will Alexander.
Y restará también esta obra magnífica de Ray Ellenwood, que da memoria a una aventura que posee su valor en sí, llena de riesgos y propuestas, en tiempos que fueron difíciles, dado el oscurantismo bien hondo y clerical del Canadá de los años en que ellos emergieron, y que ellos contribuyeron valerosamente a liquidar.

Marcel Barbeau, Nadja, 1946

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Jean-Paul Riopelle, Homenaje a Roberto el Diablo, 1953,
Fundación Gandur, Ginebra 

No conocía este cuadro de Riopelle que reproduce Ray Ellenwood en su obra. Me trajo el recuerdo de la versión española del libro de caballerías de Roberto el Diablo, con sus capítulos de deliciosos títulos: “Cómo Roberto el Diablo fue engendrado y cómo concibiendo su madre le ofreció al Enemigo”; “Cómo fue bautizado y le llamaron Roberto, y los grandes signos que aparecieron en su nacimiento”; “Cómo Roberto mató a su maestro que tenía cargo de le enseñar”; “Cómo Roberto el Diablo se partió de la ciudad de Roán y se fue por el ducado de Normandía, robando y matando, y forzando sueñas y doncellas”; “Cómo el duque envió gente para prender a Roberto su hijo, a los cuales Roberto sacó los ojos”; “Cómo Roberto el Diablo mató siete ermitaños que halló en el monte”. Convertida en pieza de teatro, Roberto el Diablo se representaba aún en los años 50 en Sendim, Trás-os-Montes, Portugal.