domingo, 21 de febrero de 2016

De los profetas de l’Escalier al Gran Piscator Salmantino



L’an 2016, una de las primeras publicaciones surrealistas de este año, reanuda la tradición popular de los almanaques y calendarios. Los profetas son Élise Aru, Massimo Borghese, Claude-Lucien Cauët, Alfredo Fernandes, Joël Gayraud, Guy Girard, Michael Löwy, Ana Orozco, Jean-Raphaël Prieto, Pierre-André Sauvageot, Sylvain Tanquerel, Virginia Tentindó y Michel Zimbacca. Guy Girard presenta la fiesta, planteando la cuestión del carácter profético de la “voz surrealista” como “contratiempo abierto a todo espíritu de rebeldía y de deseo de emancipación revolucionaria”. El valor subversivo de la utopía poética no puede sino ponerse bajo el siglo de Charles Fourier, y eso es lo que hace Michel Zimbacca en el “aguinaldo” que antecede a los sucesos de cada mes del año. Este mes, por ejemplo, se celebra “el congreso bimilenario intergaláctico de los Grandes Transparentes”, esta vez en la Plaza Dauphine de París, y a lo largo de todo el año se asiste a la lenta demolición del Sacré-Cœur. En junio, la policía de Luis XIX (que será antes de fin de año depuesto) reconstruye la Bastilla y, como no puede detener al Marqués de Sade y al Mayor de la Inmensidad, ya que se encuentran ausentes, lo hace con algunos personajes peligrosos para la sociedad, en concreto la artista Élise Aru, el poeta Claude Cauët, el pintor Guy Girard, el cineasta Michel Zimbacca y sus amigos de la Sociedad de la Escalera; un mes después, el 14 de julio, en medio de una revuelta generalizada, a los gritos y cantos de los prisioneros acude un tropel de pueblo que los libera.

Massimo Borghese y la revancha de las plantas

L’an 2016 tiene portada conjunta de Guy Girard y Alex Januário, y cuenta con dos dibujos de Massimo Borghese y al final un collage de Michael Löwy. La portada superpone uno de los trazos automáticos de Januário a un dibujo solar de Girard; los dibujos de Borghese ilustran dos textos suyos sobre la revancha de las plantas y sobre el descubrimiento de una nueva civilización precolombina; el collage de Löwy funde el actual Café de la Escalera con la imagen de la Bastilla en el momento de ser liberados los profetas.



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Pero este juego me vale para hacer una digresión sobre los calendarios españoles de la primera mitad del siglo XVIII, o sea anteriores a la devastación ilustrada. Hubo más de cincuenta cultivadores, que vendían muchos ejemplares, incluida una mujer, la gaditana Teresa González, “la Pensadora del Cielo”. Casi todos eran a la vez poetas populares, por lo que los ilustrados los detestaban doblemente, al considerarlos a la vez chabacanos y supersticiosos. De 1746 es este texto de un tal Francisco de Robles, al que no le faltan los ribetes racistas: “Has de saber que ya los poetas se han hecho astrólogos, y sacan un Piscator hermafrodita, medio macho y medio hembra, que se reduce a juicios y coplas, o coplas sin juicio, si bien cumplen con los preceptos de la astrología, porque en nada aciertan, y es tal la necedad de los ocupados de la Corte que apenas pregonan sus Piscatores los ciegos cuando ellos los compran a ojos cerrados, creyendo sus conjeturas más ciertas que las de Tolomeo... Y lo mejor es que no basta a desengañar a los ignorantes la ingenuidad con que el mismo Torres les advierte en sus prólogos el motivo con que los escribe; pues Torres, y los que no son torres sino campanarios y veletas, llevan la misma certidumbre de acertar en sus juicios que en carnestolendas corren un gallo... siendo una secta la de la Astrología que jamás abjuran de ella, que aun los poetas ya los vemos com-versos.”
Torres es, por supuesto, don Diego de Torres Villarroel, fabuloso escritor salmantino, el más grande del siglo XVIII español, genio y figura hasta la sepultura, maestro del desparpajo y del humor negro, autor de páginas violentísimas contra los privilegios sociales y el más temible cultivador del género profético.     El gusto por los almanaques no es más que otra de las muestras de la pervivencia popular del mundo antiguo adentrándose en el siglo de las Luces, pero lo que interesa sobre todo es lo que hace Torres con ellos: convertirlos en género literario y dotarlos de un humor corrosivo. Antes de él, fueron cultivados con espíritu creativo por Leonardo da Vinci, Rabelais y el propio Swift. Pero Torres tiene un modelo inmediato, que es el Gran Piscator Sarrabal de Milán: parodiándolo, se autoproclamará “Gran Piscator de Salamanca”.
Los señores de la Ilustración, siempre alimentados de bellas palabras, acabaron prohibiendo el género, en un típico gesto de lo que se llamó “despotismo ilustrado”. Cuando el ministro Campomanes manda secuestrar el de Villarroel en 1766, da como paternal razón el uso subversivo que hace el pueblo de ellos: “Estas obras anuncian diferentes sucesos políticos, en forma de adivinanzas, que pueden traer siniestra interpretación; y su leyenda es perjudicial al público”. Con su habitual desfachatez, Villarroel responde diciendo que los tiene hechos desde hace años. Un año después sigue en las mismas (“la situación general del orbe político se registra con nuevas evoluciones... Un ministro es depuesto de su trono... Ciertos genios turbulentos trastornan una Corte”) y acarrea por ello no sólo la orden de retirar todos los ejemplares, sino la prohibición general del 21 de julio de 1767.
Aun el más escéptico no deja de sorprenderse ante la lista de aciertos de los pronósticos de Villarroel, que incluye la muerte de Luis I, el motín de Esquilache, una epidemia de viruelas, el terremoto de Lisboa y, como Jacques Cazotte, la Revolución Francesa, 33 años antes de que suceda (“Cuando los mil contarás / Con los trescientos doblados / Y cincuenta duplicados, / Con los nueve dieces más, / Entonces, tú lo verás, / Mísera Francia, te espera / Tu calamidad postrera / Con tu Rey y tu Delfín, / Y tendrá entonces su fin / Tu mayor gloria primera”).
Con orgullo de hombre racionalista evocará el ingenuo Leandro Fernández de Moratín, en 1813, el tiempo de los piscatores: “¡Oh, tiempo feliz, aquel / de inepta credulidad, / tan fecundo en maravillas, / que no conocemos ya! / Pasó aquel tiempo, y con él, / la ciencia de adivinar: / los profetas se acabaron / para no volver jamás. / Dejemos los otros mundos / en el espacio en que están; / giren como Dios lo quiso; / brillen, si deben brillar. / Y en esta pequeña bola, / llena de error y de mal, / posada incómoda y triste / que debemos habitar, / tratemos de ser felices / pues la prudencia nos da / el secreto de sufrir / y los medios de gozar.” L’An 2016 aporta un desmentido rotundo a estos pésimos versos fúnebres del autor del mortífero Sí de las niñas.
Los pronósticos de Villarroel van de 1718 a 1767, casi cincuenta años de cultivo ininterrumpido de este género que por sí solo ya le permitía vivir.           Veamos por ejemplo el de 1742, titulado “La librería del Rey y los corvatones”. Villarroel renueva y enriquece el género en sus cuatro primeras partes, insertando a veces sorpresas (como en el de 1741, que incluye la muy quevedesca “Fe de vida y testimonio de sanidad del doctor Don Diego de Torres, predicado por muerto, sin haberle llegado su hora, y sin consultarle si tenía ganas de morirse”). Todos los pronósticos comienzan con una calculada dedicatoria y con un inevitable prólogo al lector (lleno de agresividad, e incluyendo casi invariablemente la burla del propio almanaque; este de 1742, dirigido “a todo el género humano de mis lectores”, incluye una frase sensacional: “Dios te perdone los desatinos que me has hecho escribir”). En tercer lugar tenemos la magnífica “Introducción al juicio del año”. Se trata de una escena o cuadro de costumbres de carácter humorístico y con descripciones esperpénticas, cuyos protagonistas dan título al propio almanaque. Son relatos muy cercanos a sus Visiones y visitas con don Francisco de Quevedo por la Corte, y en los que además irrumpe el propio Villarroel como personaje.
Torres Villarroel, como Gran Piscator Salmantino
El resto de las partes del pronóstico villarroelesco es más predecible: predicciones, por estaciones, de los sucesos políticos del año en prosa y en verso (que es lo que más temían los gobiernos); cómputos y números del año, fiestas movibles, eclipses y témporas; calendario o almanaque propiamente dicho, con el juicio del tiempo para cada día del año y el santoral; datos diversos como las fechas de nacimientos de los reyes, etc.
El éxito de los almanaques de Villarroel era total. Isla, en su Fray Gerundio, dirá de un escrito que “pasó de mano en mano, como suelen pasar la Gaceta y el Pronóstico de Torres”. En contraste con el entusiasmo popular hacia los almanaques de Villarroel, se encuentra la repulsa no sólo de los ilustrados sino de los propios frailes, que veían con malos ojos el saber astrológico.
¿Cuál era la actitud de Torres hacia la astrología? De un lado, nuestro escritor cultiva el género y sabe de lo que habla; por otro, presume muchas veces de vivir a costa de la ignorancia de sus lectores. Hay una clave irónica en Villarroel –y en gran parte de sus lectores. Tal vez no haya hablado con más claridad que en su prólogo al pronóstico de 1736: “Todos los aforismos astrológicos son sueños, delirios y embustes que han querido verter los profesores de esta patraña, fiados en que hay viejas tontas, gitanas embusteras y otros embelecadores que los apoyan y admiran. El curso de los cielos, los movimientos y alteraciones de los cuerpos de ambos mundos, es verdad que los profeso y explico.”
Es decir: Villarroel cree firmemente en la influencia planetaria sobre todo lo que vive. Esclarecedora resulta la consulta del volumen de Francisco Rico El pequeño mundo del hombre, que concluye con un capítulo dedicado a nuestro escritor. La idea del microcosmos, rechazada por las Luces, funciona plenamente en Villarroel, quien pertenece en esto no al barroco sino a la tradición de la analogía, que va a resurgir con gran fuerza con el romanticismo y hallar su mejor expresión en el siglo XX con los surrealistas. En ello opuesto a Feijoo, Villarroel es un temperamento mágico, pero a la vez actual, en tanto precursor del interés moderno por la magia y el ocultismo. Le atrae todo lo extraño y proclama su fascinación por “la contemplación de lo raro”. Ante lo raro cesa la oposición verdadero /falso: “algo habrá”, dice en su Vida (que es por cierto la más fascinante autobiografía de la literatura española junto con la Automoribundia de Ramón).
Su polémica con el médico Martín Martínez (y Torres ha sido, con Quevedo y Goya, el mayor enemigo que esta casta ha tenido en España) muestra todo lo que lo separaba de las Luces, a pesar de lo provocativo que fue para la anquilosada universidad salmantina y de sus burlas sangrientas de la escolástica. Cuando Martínez le dice que “los planetas, sobre no influir más que luz remisa e insensible calor, están demasiado altos para nosotros”, Torres responde insistiendo en la importancia de la astrología para la medicina: “Sin el respeto y conocimiento de las estrellas, es imposible curar la más leve enfermedad del hombre”.
En varios lugares de su obra, Villarroel compara el cuerpo humano con el “cuerpo orgánico de la tierra”. Él sigue la doctrina de las correspondencias de la tradición platónica hermética, en la que se describe el mundo como organismo vivo dotado de procesos metabólicos. Su visión del hombre es infinitamente más rica que la de los ilustrados, y tiene tan poco que ver con estos como con los escolásticos. El pasaje de Los desahuciados del mundo y de la gloria, en que habla de “las admirables sustancias que cada hombre lleva en el prodigioso mundo de su cuerpo” es digno de la Enciclopedia de Novalis:
“¿Qué reino es ese del hombre tan universalmente compendiado, que en su brevísima capacidad contiene todas las sustancias, producciones, vidas y muertes de ambas esferas? ¿Qué química tan milagrosa es la que abarca en sus cavidades para congregar, cocer y depurar con excelente distinción, ya las piedras, ya los líquidos, ya los vivientes, y todo el género y diferencia de habitadores que se dilatan en las oficinas interiores del mundo? (...) Sin salir el hombre de sí mismo hallará argumentos y asuntos que el más mínimo de ellos le pueda ser estudio de muchos años. ¡Válgame Dios! Con qué poco se contentaron los filósofos aristotélicos, que preguntándoles por el hombre sólo responden, y con mucha hinchazón, que era animal racional. A brevísima definición quisieron reducir un mundo tan maravilloso. En una cláusula encerraron la prodigiosa máquina que Dios hizo a su similitud. No repruebo su definición, sólo condeno la poca contemplación que han hecho en el sujeto más admirable de la naturaleza. (...) Infinito tiene que hacer el hombre consigo y dentro de sí. Estudio es que pasa más allá de su vida el del conocimiento solamente de su animalidad. Su fábrica tiene mucho que ver y que admirar. Innumerables y estupendos son sus secretos y maravillas”. Esta visión del mundo, insólita en el XVIII español, se puede rastrear en toda la obra del ingenio salmantino, y da título, soberbio, a uno de sus libros más peculiares: Anatomía de todo lo visible e invisible.
Ya exangües, pero aún simpáticos, aún sobreviven en España el Calendario Zaragozano y en Portugal O Seringador y el Borda d’Água, que continúan teniendo sus seguidores en los últimos restos del mundo rural tradicional o en curiosos como yo. La aparición de L’An 2016 supone un resurgir surrealista más cercano a los almanaques de Torres Villarroel que a los actuales. Para el año próximo prometo elaborar el mío propio, en el máximo estado de videncia que pueda alcanzar.