martes, 3 de noviembre de 2015

Flauta de luz

Flauta de luz, n. 3, pintura de Tiago Mourato
Había decidido no volver a leer las revistas de crítica social, un poco harto de la estupidez que a veces aflora en ellas, y llenada la cachimba cuando en una de las españolas me encontré con un ataque al surrealismo lleno no sé si de mala fe o de ignorancia, a partir de las caducas ideas de Hans Magnus Enzensberger, bien nutridas de estalinismo. Pero como la revista portuguesa Flauta de Luz, “boletín de topografía”, me ha publicado el fragmento central de Lusitania fantasma (con mucha generosidad, ya que no acabo de ver la utilidad o sentido de ese texto una vez desgajado de su contexto), no he dudado, al haberla recibido, en leerla de cabo a rabo, y con enorme satisfacción, pareciéndome muy por encima de otras congéneres españolas y francesas que conozco. Téngase en cuenta, además, que viene auspiciada por Júlio Henriques, un nombre que sí sabe lo que es el surrealismo y que ha mostrado interés, por ejemplo, hacia la obra de Benjamin Péret.
La primera sorpresa de este número tercero es la importancia concedida a las culturas amerindias y “primevas” en general (el sumario del próximo número muestra que va a seguirse por ese fecundo camino). Llamo la atención sobre las dos pinturas de Teresa S. Cabral, una titulada Trashumancia y la otra Homenaje al pueblo jawara (“Cuando en diciembre de 2004 ocurrió en el Océano Índico el maremoto seguido de terremoto en que murieron más de 230 mil personas en catorce países, los jawara, habitantes de las islas Andamán, en la India, gracias a sus conocimientos ancestrales no perdidos, salieron a tiempo de las zonas costeras para refugiarse en el interior” –¡abismal contraste con la imagen televisiva de un idiota turista que avanzó por la playa dispuesto a fotografiar la inmensa ola que lo haría añicos!), ya que me parecen señalar las dos vías sin las cuales no hay ni podrá haber nunca proyecto alguno de una sociedad mínimamente digna: esas culturas “primevas” y las viejas y admirables sociedades comunitarias en las que, por cierto, la tierra portuguesa era tan rica, empezando por las retratadas en los libros de Jorge Dias: Vilarinho das Furnas y Rio de Onor.
El artículo de Georges Lapierre “Cosmogonía india y pensamiento occidental”, al hablar de las comunidades indígenas mejicanas, hace pensar precisamente, de inmediato, en esas sociedades portuguesas. Pero también, cuando Lapierre dice que hizo su “revolución copernicana” a raíz del descubrimiento de que la verdadera crítica de la actividad capitalista no viene del interior del mundo dominante, sino de su periferia, no repara en que eso lo sabía ya Antonin Artaud, quien en los años 30, al visitar Méjico, dejó dicho con toda su contundencia: “Sé que la existencia de los indios no corresponde al gusto del mundo de ahora; sin embargo, en presencia de una raza como los tarahumara, comparando podemos sacar la conclusión de que es la vida moderna la que está atrasada con respecto a algo y no los indios tarahumara con respecto al mundo actual”. Lo mismo puede decirse del ensayo de David Watson “La anarquía y lo sagrado”, ya que lo que él llama “avances decisivos ocurridos en la literatura antropológica en los últimos años” se encuentra ya implícito en los viejos propósitos artaudianos. Este ensayo señala el carácter obsoleto del positivismo racionalista anarquista, aunque reprochando también las tendencias pagano-espiritualistas que aparecen en el otro extremo (de los primeros dice que “no consiguen imaginar el carácter sagrado de la propia tierra que pisan; necesitan salir de casa al menos un año, ir para los bosques y leer algunos libros sobre los pueblos primevos”, y de los segundos que deberían tener en cuenta “los problemas de carisma, identificación emocional y dominación, tanto como la miriada de movimientos espirituales fascistas seguidores del paganismo y socialmente quietistas que hay en Estados Unidos y en Europa”). Ofrece este ensayo –magnífico, y concluyendo con una cita de Alce Negro– el interés añadido de señalar los dislates cientificistas de Bakunin, Proudhon y Kropotkin. Como no soy un estudioso de la obra de Bakunin, desconozco cuándo señaló los peligros del poder científico y dijo aquello de que “la ciencia tiraniza la misma realidad, con sus conceptos disecados, aplastando la vitalidad del espíritu humano y su espontaneidad creadora”, o sea si fue antes o después de que escribiera esto otro: “Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia. Fuera de esta única autoridad legítima, legítima porque es racional y está en armonía con la libertad humana, declaramos todas las otras autoridades falsas, arbitrarias y fatales”. Y en cuanto a Kropotkin, dirá en su Llamada a la juventud: “La acumulación de verdades científicas ya no puede cuestionarse. La ciencia tiene que dejar de verse como un lujo, pasando a ser la base de la vida de todos los hombres”. Este tema de la ciencia lo aborda también el texto de Alessandro Pozzan “Filosofía ambiental”, donde al hablar de la ciencia en sus últimos avatares no veo ni rastro de esa “nueva ciencia” de que se jactan algunos surrealistas que quizás hasta sueñen con una revista de título Le Surréalisme au service de la Science. Mejor sería, por ejemplo, leer la admirable obra de Arne Naess Ecology. Community and lifestyle, a que tan oportunamente alude Pozzan.
Una verdadera maravilla, que muestra cómo la poesía nunca puede ser olvidada en este tipo de proyectos, y que ya de por sí hace esta revista valiosa para el surrealismo, es la muy bella selección de poemas “Para una antología de la poesía amerindia contemporánea”, realizada y traducida por Fernando Gonçalves y Júlio Henriques. Emocionantes son, en especial, los poemas “Día de Colón”, de Jimmy Durham, “Cantares de los indios en la América del siglo XX”, de Gail Tremblay, y “Acoma”, de William Oandasan.
También pensé en el surrealismo al leer la entrevista a los autores de El libro negro del deporte, ya que, cuando comentan que la crítica al deporte solo se ha hecho desde mediados de los años 70, hay que señalar cómo el extraordinario texto de Radovan Ivsic en el catálogo de “L’Écart Absolu” data de 1969 (y el colosal Objeto de Jindrich Heisler, de 1943, reproducido en La Brèche en 1965). A este muy útil libro aludí yo en su momento, considerando que incluso se quedaba corto por lo que se refiere a la negrura del atroz y galopante fenómeno descrito. En cuanto a la entrevista, es de lamentar el habitual final a lo Doctor Pangloss y que a los autores les falten agallas (o lucidez) para dejar de una vez de “respetar” ese peso muerto y nefando que es “la civilización clásica y sus valores”. Lo mismo se advierte en el artículo “Tripalium” de Paulo Barreiros, no conciliándose lo que dice sobre Grecia y Roma al principio con los lamentables “respetos” que manifiesta al final por “los filósofos griegos de la Antigüedad”, por su “razón” que dio “origen” a la “ciencia”.
Flauta de Luz aún conecta con el surrealismo al traducir el inicio de la última novela, ya inacabada, de Albert Cossery, que fue miembro del grupo Arte y Libertad con Georges Henein y sus amigos. Debe referirse que toda la obra de Cossery se encuentra traducida al portugués.
Este número tan rico se abre con una cita de Lewis Mumford sobre la megamáquina del mundo moderno, comparada a las pirámides faraónicas, cita que acaba con estas palabras: “Los milagros efectuados por el sacerdocio tecnocrático son verdaderos, pero son espurias sus pretensiones de divinidad”. Espléndida, magistral, es la introducción de Júlio Henriques, con una lista de las instancias que constituyen el conformismo: televisión, internet, juegos (del fútbol a los de azar), turismo, festivales de música, el “moderno cine indigente”... Sigue la crítica de un libro sobre el 25 de Abril escrito por una ex trotskista acomodada a las celebraciones oficiales de una fecha que yo desprecio en el texto de Lusitania fantasma, pero tan solo por su pacifismo y por significar el origen de un régimen en muchos aspectos peor que el anterior (empezando por la terrible destrucción del territorio y de lo que Miguel Torga llamaba “el inconsciente colectivo del pueblo portugués”), y no, por supuesto, por haber sido el glorioso punto final de la dictadura y del colonialismo. La “revolución” portuguesa es tratada en seguida por Maria de Magalhães Ramalho, en este caso por el interés que hacia ella mostró Guy Debord, quien aquí es, una vez más, San Guy Debord. El ya demacrado tratado de Raoul Vaneigem es puesto por las nubes, en tanto “desmontaje de la cultura mortífera del capitalismo y jubilosa reflexión sobre la necesidad vital del placer y de la revuelta”, pero muy bien se ve a qué ha conducido esa “necesidad vital del placer” echándole un vistazo al hedonístico espectáculo social de las últimas décadas, al gusto generalizado por “divertirse” o a la horrorosa superficialidad no solo juvenil, siendo además Vaneigem otro campeón del mundo feliz y sin trabajo gracias a las prodigiosas y maravillosas máquinas –una de las más grandes y tenaces ilusiones del pensamiento progresista.
Pero no hay puntos débiles en esta revista. “El secuestro de la historia. La negación del genocidio en los Estados Unidos” es un gran trabajo de Fernando Gonçalves, sobre la reducción de los “holocaustos” a uno solo (sobre esto, ya demora en hacerse el estudio del genocidio absoluto de los indígenas canarios en tanto pequeño laboratorio de lo que al poco tiempo se haría en América). Raúl Llasag Fernández se ocupa de los problemas indígenas en Ecuador, siendo muy interesantes las anotaciones sobre la desvirtuación de los movimientos libertadores desde que surge la organización y la jerarquía, vieja y trágica cuestión. García Olivo, conocido en las revistas radicales españolas, anuncia en una entrevista un libro sobre los gitanos, un pueblo que en mis periplos portugueses me produjo un entusiasmo absoluto, sea por las tierras del interior sea en la propia Lisboa, donde asistí a una de sus fiestas integradas en las de la ciudad, pero sin pérdida de un ápice de su personalidad incomparable. Pedro Fidalgo, en fin, analiza la película Eduard Munch, de Peter Watkins como muestra de un cine antítesis del tan todopoderoso como “indigente”.
Las notas finales de Júlio Henriques son magníficas, en particular la reseña del importantísimo libro Tribal peoples for tomorrow’s world, de Stephen Corry. También recomienda las Conferencias de Lisboa de Anselm Jappe, donde el autor “encara el capitalismo como una práctica de que son responsables no solo los capitalistas propiamente dichos, sino también sus subordinados, en particular las personas que a eso se adhieren acríticamente y que dan al sistema todo el fortalecimiento popular de que precisa, no solo para legitimarse, sino para naturalizarse y eternizarse”; escribe Anselm Jappe que “el modo de vida creado por el capitalismo es considerado en todas partes como altamente deseable, y la eventualidad de su fin como una catástrofe” –y esa adhesión, como apostilla Júlio Henriques, pasa en muy gran medida por la tecnofilia.
Otra reseña la hace Júlio Henriques a la monumental biografía de Agostinho da Silva por António Cândido Franco. Agostinho da Silva era un pensador muy sui generis, entrañable, que leí en ocasiones y vi un par de veces en la televisión portuguesa. Cuando escribe “quiero un Portugal pobre, sin sociedad de consumo, sin aires contaminados (...) modesto y justo, sociable y comprensivo, síntesis perfecta de contrarios”, ya entonces hasta me gustaría haberlo citado en Lusitania fantasma.
Estaremos muy atentos al número cuarto de Flauta de Luz.