lunes, 2 de abril de 2012

Nuevas historias extraordinarias de Sarane Alexandrian


Es un placer reencontrarnos con el Sarane Alexandrian de siempre, dos años y medio después de su ausencia física. De él podemos decir lo que él dijo de Leo Malet, en “Un surrealista no ha muerto”: que “reaparecerá cualquier día, aquí o en otra parte”. No en vano el título de estas once “Historias extraordinarias”, publicadas en Éditinter Rafael de Surtis, es L’impossible est un jeu.
Hablamos de “nuevas historias extraordinarias” porque Alexandrian ya nos había brindado numerosos relatos extraordinarios, en los que hace el realismo bancarrota, tanto en sus novelas como en los deliciosos 60 sujets de romans au goût du jour et de la nuit, verdadero tour-de-force que publicó en el año 2000.
Uno de los relatos más insólitos del libro es el titulado “Las consultas del doctor Frangomate”, especialista de la “lectoterapia”. A uno de sus pacientes le receta, para curar su indigestión cerebral, los cuentos “ultramodernos” del propio Alexandrian, ya que contienen tres ingredientes muy activos de la “química intelectual”: la “parisina”, el “humor negro” y la “meta-ironía” duchampiana (“el arte de burlarse fríamente de todo, no pareciendo que uno se burla de todo”). La combinación de estos ingredientes daba sin duda el “noa noa” no solo de sus cuentos y hasta de todo lo que escribía Alexandrian, sino de su propia persona, vigorosamente presente en este conjunto de relatos.
El doctor Gildas Frangomate –evocador y superador del doctor Inverosímil de Ramón Gómez de la Serna– recibe por las noches y con cita previa. Puede recetar poemas de Hugo, de Reverdy o de Michaux, los retratos de los héroes de Verne, Los 120 días de Sodoma, “La idea fija” de Valéry y un largo etcétera. Se burla despiadadamente de sus enemigos, los universitarios y los críticos literarios, con sus criterios ridículos, como el del estilo o el de las “generaciones”. Hay también lecturas perniciosas. Así, “Karl Marx, incluso con solo hojearlo, provoca un estreñimiento intelectual pertinaz, que solo cesa cuando se hace una cura de Fourier”; “La náusea de Sartre es un vomitivo más eficaz que la ipecacuana. Es también un abortivo poderoso, muy recomendable para las interrupciones voluntarias de embarazo. Basta que una mujer en cinta lea el pasaje en que Roquentin toma conciencia de la «viscosidad» de la existencia, para abortar a causa de las contradicciones operadas sobre su matriz por esa evocación lamentable”. ¿Y qué decir de los libros soporíferos, o sea, de la inmensa mayoría de los libros que edita la humanidad desde el trágico invento de la imprenta? Que es preciso tener muchísimo cuidado con ellos: “Los libros soporíferos son innumerables, pero no hay que exceder la prescripción médica. Tres páginas de no importa qué novela de Marguerite Yourcenar bastan para dormir a quien sufra de insomnio, pero cuatro páginas lo embrutecen para siempre. Y si uno se lee la novela entera, corre el peligro de no despertar jamás”.
A la altura de esta historia se sitúa “El mejor de la clase”, sobre un pobre profesor enviado a un zoo universitario para darle clases a unos monos. Un colega le ha dicho que cuánto mejor sería enseñarle a callar a los monos que hablan lenguas humanas en la ciudad, pero no hay elección. En el aula, el barullo es enorme, ya que poco interés muestran sus alumnos por entender la poesía de Saint-John Perse. Todos comen en clase, eructan, se masturban y, como la clase es mixta, hasta las hembras invitan a los machos a coitos rápidos, recibiendo, en celos especiales, hasta a tres o a cuatro enamorados. En fin: una “anarquía irreductible”, máxime cuando al fondo hay siete ruidosos gorilas (uno de los cuales mide 2 metros y pesa 250 kilos). Pero avanzado el curso, se incorpora un mono zagüí que, para salvación del sufrido maestro, se le acerca para decirle que él ama a “Chain-Chonn Perche”.
“Los insulares insólitos” nos lleva a una isla poblada de centauros. El personaje principal practica el “arte efímero”, pintando sobre la tierra y fotografiando lo pintado, para luego exponerlo en Europa, del mismo modo que anteriormente dibujaba con tizas de colores sobre trozos de pizarra. Al encontrarse con el primer centauro, lo fotografía, pero este reacciona pateándolo. En un vídeo que circula ahora por la red, vemos a un horroroso occidental, bien provisto de toda su cacharrería tecnológica, encontrarse, allá por los años 70, con una tribu de la selva que, para su felicidad, no había visto jamás a un blanco. Por desgracia, en vez de patear al europeo –o, mejor, comérselo–, lo reciben con curiosidad y hasta acaban engatusados con sus porquerías industriales. En “Los insulares insólitos”, uno de los centauros se lleva a una de las muchachas –satisfecha con su rapto–, para acabar repudiándola por estar demasiado mal hecha. Volverá preñada, y el protagonista se pone a especular con los beneficios que podrá sacar de su descendencia una vez vuelvan a la civilización. Uno de los mejores momentos del relato es el de la borrachera de los centauros, acompañada de coitos, “algo no visto en los vestigios del arte griego”.
En “El rapto de la Gioconda”, tanto la figura de esta como los personajes de La embarcación para Citérea de Watteau desaparecen se sus cuadros, y es que, a causa de sus cuerpos fluidos, impalpables y no diáfanos, los personajes de los cuadros se animan (algo en cambio imposible para las estatuas, a causa de su material compacto).
En “El séptimo cielo”, el tanatófono nos pone en comunicación con los muertos, dialogando su inventor con el mismísimo Napoleón, o más bien recibiendo órdenes suyas. Swedenborg es aquí nombrado, como en otras páginas Paracelso, Papus, Saint-Simon, Toussenel, el quiromántico Desbarolles, o no fuera Alexandrian uno de los grandes conocedores del pensamiento oculto, que irriga muchas de sus creaciones y reflexiones.
Otras historias muy disfrutables son “El rey de las abejas”, sobre un suero que permite la transformación en abeja durante un tiempo, y “El asunto del Máscara de Hierro”, donde un lector sonado le atribuye a Alexandrian obras consagradas de la literatura, como En busca del tiempo perdido o Madame Bovary.
L’impossible est un jeu lleva un extenso prólogo de Christophe Dauphin, el gran especialista y devoto discípulo de Alexandrian, y una fina nota final de Dominique Sanda, escrita mientras contemplaba el “Rebis” de Maurice Baskine. En portada, la pintura Inventario de los objetos bizarros (2011), obra de Ljuba, uno de los artistas amigos de Alexandrian.